martes, 30 de septiembre de 2008

AL FINAL TODO SE BABE

Por fin se desveló el misterio. Desde hace cuatrocientos cincuenta años, los investigadores navales ingleses se han esforzado en averiguar por qué el Mary Rose, ojito derecho de la flota de Enrique VIII, se fue a pique en el año 1545 frente a Portsmouth, durante un combate con los franchutes. En realidad ya se sabía algo: el barco no se hundió por los cañonazos enemigos, sino porque las portas de las baterías bajas estaban abiertas durante una maniobra complicada, entró agua por ellas y angelitos al cielo. Glu, glu, glu. Todos al fondo. Pero faltaba el dato clave: un estudio médico del University College de Londres –eso suena a serio que te rilas, colega– acaba de establecer la causa exacta del hundimiento. El agua entró por las portas abiertas, en efecto. Pero tan imperdonable descuido marinero fue posible porque la tripulación de esa joya de la marina inglesa no era inglesa, pese a lo que su propio nombre indica. Ni hablar. El Mary Rose estaba tripulado por spaniards. Sí. Por españoles. Naturalmente, eso lo explica todo. No estoy de coña, señoras y caballeros. O la guasa no es mía. Los perspicaces investigatas del University College afirman eso después de pasar veinte años estudiando dieciocho cráneos rescatados del barco. Tras concienzudos estudios antropológicos, la conclusión es que diez de esos cráneos procedían del sur de Europa, debido, ojo al dato, a la composición específica de sus dientes. Se dice, por otra parte, que Enrique VIII iba escaso de marineros cualificados y enroló a extranjeros. Así que, con aplastante lógica científica, los investigadores han llegado a la conclusión de que éstos sólo podían ser españoles. Tal cual, oigan. Ni italianos, ni portugueses ni franceses. Lo de los dientes es decisivo. A ver quién tiene el colmillo así de retorcido, o tantas caries. O tan malos dientes de leche. Vaya usted a saber. El caso es que,bueno. Blanco y en tetrabrik, eso. Leche. Lo más fino es la conclusión del profesor Hugo Montgómery, jefe del equipo investigador. «En el estruendo de la batalla, se habría necesitado una cadena de mando muy clara y disciplinada para cerrar a tiempo las portas», afirma este Sherlock Holmes de la osteología náutica. Y es que la palabra disciplina en boca de un inglés lo explica todo. Otra cosa habría sido que el Mary Rose hubiese estado en las competentes manos de leales súbditos británicos. No se habría hundido bajo ningún concepto. Pero a ver qué se podía esperar con una tripulación española –lo más normal del mundo, por otra parte, a bordo de un barco inglés–. O sea. Con torpes y sucios meridionales, todo el día oliendo a ajo y rezando el rosario, flojos de idiomas, que no entendían las eficaces órdenes que se les daban en perfecta parla de allí. Así, el hundimiento estaba cantado, claro. Elemental, querido Watson. Yo mismo, modestia aparte, también he investigado un poco el asunto. Y fíjense. No sólo coincido con las conclusiones británicas, sino que, tras estudiar con una lupa la dentadura postiza de la madre que parió al profesor Montgómery, me encuentro en condiciones de iluminar otros rincones oscuros del naufragio. Y puedo confirmar que, en efecto, así no había quien mandara un barco. Sé de buena tinta –una tinta Montblanc, cojonuda– que el naufragio se produjo cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó «Todo a estribor» y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, respondió «Errepika ezazu agindua, mesedez», que significa, más o menos, repíteme la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una marejada cabroncilla empezó a colarse dentro. «Cierren portas, voto al Chápiro Verde», ordenó entonces el almirante, algo inquieto. Entonces, desde abajo, el contramaestre, un tal Jordi, que era de Palafrugell, respondió. «Digui'm-ho an català si us plau», con lo que míster Carew se quedó de boniato a media maniobra. «Pero de qué van estos mendas» inquirió, ya francamente contrariado. Mientras tanto, los demás tripulantes, que también eran indígenas de aquí, estaban en los entrepuentes tocando la guitarra y bailando flamenco, costumbre habitual de todos los marineros españoles, sin excepción, en situaciones de peligro. Fue entonces cuando los oficiales, nativos de Bristol y de sitios así, rubios y tal, empezaron a gritar: «¡El barco zozobra, el barco zozobra!». Y abajo, algunos tripulantes, que eran tartamudos y además de Cádiz, respondieron, con palmas de tanguillo y mucho arte: «Pues más vale que zo-zobre a que fa-falte, pi-pisha». Y claro. En dos minutos, el Mary Rose se fue a tomar por saco. Dicen los libros de Historia que las últimas palabras del almirante Carew, antes de ahogarse como un salmonete, fueron: «No puedo controlar a estos truhanes». Pero no. Lo que realmente dijo fue: «No puedo controlar a estos hijos de puta».

PATENTE DE CORSO
A.P.R.

jueves, 18 de septiembre de 2008

La esencia del hombre: Sufrir

Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre... La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo, y después morir... Y así sucesivamente por los siglos, de los siglos hasta que nuestro planeta se haga trizas. "

Arthur Schopenhauer ("Parerga y paraliómena")

sábado, 6 de septiembre de 2008

HOMBRES COMO LOS DE ANTES

No siempre quienes frecuentan el bar de Lola son tíos. A veces se cuela alguna torda canónica, segura y brava, de las que entran taconeando –o no– con la cabeza alta; y cuando un desconocido les dice hola, nena, sugieren que llame nena a la madre que lo parió. Hace un par de semanas entró María: cuarenta largos y una mirada de esas que cortan la leche del café que te llevas a la boca, o deshacen en el vaso la espuma de tu cerveza. «¿Y qué hay de los pavos?», me soltó a bocajarro. «¿Qué hay de esos tiñalpas ordinarios marcando paquete y tableta de chocolate que parecen salidos de un casting de Operación Triunfo, o de esos blanditos descafeinados y pichafrías que pegan el gatillazo y se pasan la noche llorándote en el hombro y llamándote mamá?»Eso fue, exactamente, lo que me preguntó María apenas se acodó en la barra, a mi lado. Y como me pilló sin argumentos –estaba distraído mirándole el escote a Lola, que fregaba vasos tras el mostrador– me agarró de un brazo, llevándome a la ventana. «Observa, Reverte», dijo señalando a un cacho de carne de hamburguesería que pasaba vestido con chanclas y camiseta andrajo de marca, zapatillas fosforito, los pantalones cortos caídos sobre las patas peludas, rotos y con la bragueta abierta y el elástico de los kalviklein asomándole bajo los tocinos tatuados. Luego señaló a otro que pasaba con una mano en un pezón de su novia y el móvil en la otra. «Fíjate», dijo. «Fulano indudablemente buenorro, cuerpazo sin deformaciones de bocatería; pero ha decidido ponerse pijoguapo de diseño y te partes, colega. Y no te pierdas el meneíto leve del culo, aprendido de la tele. Antes imitaban a Humphrey Bogart y ahora imitan a Bustamante. ¿Cómo lo ves? Te apuesto lo que quieras a que si la novia tropieza, o lo que sea, lo oímos cagarse en la hostia y decirle a la churri: joder, tía, ¿vas ciega o qué? Casi me tiras el Nokia.»Volvemos a la barra, María enciende un cigarrillo y me mira de soslayo, guasona, mientras pide una caña para mí y un vermut para ella –«Con aceitunas, por favor»–. Luego me echa despacio el humo en la cara y pregunta, para emparejar con Ava Gardner y compañía, dónde están ahora aquellos pavos con registros que iban de Clark Gable a Marlon Brando. Aquel blanco y negro, o technicolor, donde lo más ligero que una se echaba al cuerpo era el toque ligeramente suave y miope del James Dean de Gigante. Porque daba igual que en la vida real –el cine era el cine, etcétera– alguno tocara al mismo tiempo saxofón y trompeta; el rastro que dejaban era lo importante: Rock Hudson siempre correcto, servicial y enamorado. El torso de Charlton Heston en El planeta de los simios. Los ojos de Montgomery Clift en aquella estación de Roma, donde estaba para comérselo. O, pasando a palabras mayores, Burt Lancaster revolcándose en la playa con Lana Turner, Cary Grant en el pasillo del hotel con Grace Kelly, Gary Cooper a cualquier edad y en donde fuera o fuese, y algún otro capaz de descolocar a una hembra como Dios manda y hacerle perder los papeles y la vergüenza: Robert Mitchum en El cielo lo sabe, por ejemplo. «¿Ubi sunt, Reverte?».Y no me vengas, añade María mordisqueando una aceituna, con que eran cosa del cine. También en la vida real resultaban diferentes. «Esos hombres que antes se habrían tirado por la ventana que ir sin chaqueta y mostrar cercos de sudor, ¿los imaginas saliendo a la calle en chanclas o chándal, con gorra de béisbol en vez de sombrero que poder quitarse ante las señoras?... Añoro esos cuerpos gloriosos de camisa blanca y olor a limpio, o a lo que un hombre deba oler cuando, por razones que no detallo, no lo está. No era casual, tampoco, que en las fotos familiares nuestros padres fueran clavados a Gregory Peck, o que hasta el más humilde trabajador pareciese cien veces más hombre que cualquiera de los mingaflojas que hoy arrasan entre las tontas de la pepitilla que se licúan con Bruce Willis, con Gran Hermano o con tanta mariconada. ¿Qué iba a hacer hoy Sophia Loren con uno de estos gualtrapas? Hasta los niños de antes, acuérdate, procuraban caminar con desenvoltura, espalda recta y aire adulto, para dejar claro que sólo los pantalones cortos les impedían ser señores y llevarnos de calle a las niñas. Hablo de hombres de verdad: masculinos, educados, correctos en el vestir, silenciosos cuando la prudencia o la situación lo requerían; torpes, tímidos a veces, pero fiables como rocas, o pareciéndolo. Aunque te miraran el culo. Hombres con reputación de tales, que te hacían temblar las piernas con una mirada o una sonrisa. Señores a los que, como tú sueles decir, era posible llamar de ese modo sin tener que aguantarse las carcajadas; a diferencia de ahora, que en los rótulos de las puertas de los servicios llaman caballero a cualquiera.»

viernes, 5 de septiembre de 2008

Ya no hay mujeres como las de antes

Muchas veces he dicho que apenas quedan mujeres como las de antes. Ni en el cine, ni fuera de él. Y me refiero a mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de bandera. Lo comento con Javier Marías saliendo del hotel Palace, donde en el vestíbulo vemos a una torda espectacular. «Aunque ordinaria», opina Javier. «Creo que no lo sabe», apunto yo. Seguimos conversando carrera de San Jerónimo arriba, en dirección a la puerta del Sol. Es una noche madrileña animada, cálida y agradable, que nos suministra abundante material para observación y glosa. Yo me muevo, fiel a mis mitos, en un registro que va de Ava Gardner y Debra Paget a Kim Novak, pasando por la Silvana Mangano de Arroz amargo; y Javier añade los nombres de Donna Reed, Rhonda Fleming, Jane Rusell y Angie Dickinson, que apruebo con entusiasmo. Coincidimos además en dos señoras de belleza abrumadora, aunque opuesta: Sophia Loren y Grace Kelly. Al referirnos a la primera, Javier y yo emitimos aullidos a lo Mastroianni propios de nuestro sexo –no de nuestro género, imbéciles– que vuelven superfluo cualquier comentario adicional. Haciendo, por cierto, darse por aludidas, sin fundamento, a unas focas desechos de tienta que pasan junto a nosotros vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro «por allí resopla» va con ellas. Respecto a Grace Kelly, dicho sea de paso, me anoto un punto con el rey de Redonda –me encanta madrugarle en materia cinéfila, pues no ocurre casi nunca–, porque él no recuerda la secuencia del pasillo del hotel en Atrapa a un ladrón, cuando doña Grace se vuelve y besa a Cary Grant ante la puerta, de un modo que haría a cualquier varón normalmente constituido dar la vida por ser el señor Grant. Pero no sólo era el cine, concluimos, sino la vida real. Los dos somos veteranos del año 51 y tenemos, cine aparte, recuerdos personales que aplicar al asunto: madres, tías, primas mayores, vecinas. Esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera. No era casual, concluimos, que en las fotos familiares nuestras madres parezcan estrellas de cine; o que tal vez fuesen las estrellas de cine las que se parecían muchísimo a ellas. Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda que obligaba a moverse de un modo determinado, caderas en las que nunca se ponía el sol y garbo propio de hembras de gloriosa casta. En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras. Con esa charla hemos llegado a la calle Mayor, donde se divisa por la proa un ejemplo rotundo de cuanto hemos dicho. Entre una cita de Shakespeare y otra de Henry James, o de uno de ésos, Javier mira al frente con el radar de adquisición de objetivos haciendo bip-bip-bip, yo sigo la dirección de sus ojos que me dicen no he querido saber pero he sabido, y se nos cruza una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente –¿acaso no se mata a los caballos?–, abatirla de un escopetazo. Nos paramos a mirarla mientras se aleja, moviendo desolados la cabeza. Quod erat demostrandum, le digo al de Redonda para probarle que yo también tengo mis clásicos. Mírala, chaval: belleza, cuerpo perfecto, pero cuando decide ponerse elegante parece una marmota dominguera. Y es que han perdido la costumbre, colega. Vestirse como una señora, con tacón alto y el garbo adecuado, no se improvisa, ni se consigue entrando en una zapatería buena y en una tienda de ropa cara. No se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace. Puede ocurrir como con ese chiste del caballero que ve a una señora bellísima y muy bien puesta, sentada en una cafetería. «Es usted –le dice– la mujer más hermosa y elegante que he visto en mi vida. Me fascinan esos ojos, esa boca, esa forma de vestir. La amo, se lo juro. Pero respóndame, por favor. Dígame algo.» Y la otra contesta: «¿Pa qué?… ¿Pa cagarla?».

Era de justicia publicar el articulo que dio origen a mis post anterior.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Plataforma Ava Gardner Nunca Mais

Apenas se ven señoras como las de antes: mozas de bandera a cuyo paso temblaba el suelo y se cortaban las respiraciones masculinas. En vez de Sophías Lorenes, Graces Kellys y otras espléndidas hembras homologadas como tales, lo habitual hoy es toparse con adefesios patosos, lorzas sudorosas y fulanas ordinarias, espatarradas y con chanclas. Y a mis primas les ha sentado mal, sobre todo lo de las lorzas. El error básico está en considerar que, cuando describo a una morsa con pantalón pirata ceñido, lorzas relucientes de grasa y camiseta sudada, me refiero al contenido, y no al continente. Quien deduzca burla o desprecio hacia las individuas abundantes es, literalmente, tonto del haba. De entrada, se equivocan las mujeres seguras de que a los hombres nos gustan las churris esmirriadas, tipo Calista Floja o Paulina Rubio. A ver si no confundimos las cosas. Ésas le gustan a Galiano –que se viste de torero–, al simpático muchacho Lagerfeld y a alguno más, hipócritas aparte. En materia carnal –lo intelectual y lo afectivo son otra cosa–, la mayor parte de los varones normalmente constituidos, por mucha literatura y mucho alpiste que echen al canario, prefiere una señora de rompe y rasga, en cuyas gloriosas caderas no se ponga el sol. Y es lógico. También, a fin de cuentas, lo que de verdad hace que a una hembra le tiemblen las piernas –se pongan las feministas como se pongan– no son los quesitos desnatados que van de malotes, ni los charlatanes lánguidos, sino los hombres cuajados con resabios del cazador y el guerrero que fueron hace siglos. Los que dejan las sábanas arrugadas debajo de una.
No se trata, por tanto, de gordas y flacas. Como afirma el título de una película, las mujeres de verdad tienen curvas. La cuestión reside en el empaquetado. Lo que no puede pretender una pava metida en kilos –y conozco a algunas que son señoras espléndidas– es meterse en una camiseta tres tallas más pequeña, ponerse un pantalón pirata que deje la raja del tanga al descubierto y rebose chicha por los flancos, no ducharse en dos días, y que encima la llamen guapa. Y si a eso añadimos la ordinariez que tanto abunda, la mala educación, la ausencia absoluta de maneras y la imitación de cuanta retrasada mental aparece en la tele dándoselas de señora, el resultado es inevitable: desagradables tocinos sin fronteras que se creen divinas de la muerte, marmotas domingueras que no saben ponerse tacones cuando lo intentan, y tías vestidas, los días de boda, con vestido largo a las diez de la mañana, como si vinieran de cerrar un puticlub de los de antes.Para acabar, otro argumento: el de la eriza que escribe preguntando por qué diablos, si pasa el día en el curro, vuelve hecha polvo y trae a los niños del cole, tiene que vestirse de Ava Gardner en vez de ir cómoda. Aparte de la dudosa comodidad de vestir embutida como una morcilla, la respuesta es simple: no tiene por qué. Nadie la obliga, y lo de doña Ava es sólo una forma de hablar. Pero que no me exija respeto con su camiseta ceñida y sucia, su tripa al aire, su impúdico mal gusto y su desvergüenza, como tampoco me gusta el fulano de axilas sudadas, piernas peludas y chanclas que encuentro en la calle. Vestidos para matar o para ver la tele en casa, se trata de buenas maneras, nada más. En varones o hembras, esas maneras sólo pueden darse por tres motivos: genética, educación o esfuerzo personal. La plataforma Ava Gardner Nunca Mais permitirá, al menos, que quienes conocemos a mujeres capaces de combinar trabajo, casa y cole de los niños con saber cruzar las piernas, usar tacones cuando se tercia, llevar un vestido, o quitárselo, las prefiramos al resto. A una señora digna de ese tratamiento debería bastarle una tarjeta de boda como la que una amiga mía envió este verano a sus invitados: «Caballeros, sin corbata. Señoras, como Dios manda».